Think Tank Hispania 1188
Jesús María González Barceló, Presidente
La corrupción del siglo XXI ya no se esconde en sobres ni en maletines. Ahora viste traje institucional, firma subvenciones y se parapeta tras ministerios y aforamientos exprés. Es una corrupción blanqueada, blindada y legitimada por el relato. Y el epicentro de este nuevo clientelismo parece estar en el entorno más cercano del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez.
Ya no hablamos de coincidencias. Mientras los medios afines al poder dedican ríos de tinta a las actividades privadas del entorno de Isabel Díaz Ayuso —aunque no ostenten cargos públicos ni gestionen fondos del Estado—, aplican malabarismos semánticos para justificar el silencio ante los escándalos que rodean al círculo íntimo del propio Sánchez.
Su esposa, Begoña Gómez, está siendo investigada por presunto tráfico de influencias, tras haberse valido de su posición institucional para favorecer intereses empresariales concretos —algunos beneficiados posteriormente con ayudas públicas—, en paralelo a decisiones gubernamentales. Sin embargo, no hay aperturas de telediarios. No hay portadas. Solo un silencio sepulcral. Un silencio estratégico.
Su hermano, David Aznar Gómez, funcionario en la Diputación de Badajoz, lleva años sin estar sometido a control fiscal, pese a cobrar del erario público. ¿Por qué su nómina es opaca? ¿Cuál es exactamente su función? ¿Por qué no se garantiza un mínimo de transparencia en una democracia que presume de ejemplaridad?
El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, lejos de ser un garante imparcial de la legalidad, se ha consolidado como un escudo institucional del Ejecutivo. Su papel —especialmente en maniobras como el intento de blindar judicialmente la ley de amnistía— lo convierte en una prolongación del Consejo de Ministros, y no en un defensor independiente del Estado de derecho.
A ello se suman movimientos institucionales difíciles de justificar, como el aforamiento exprés de Miguel Ángel Gallardo, presidente de la Diputación de Badajoz, justo cuando se avecinaban investigaciones comprometedoras. O el uso de recursos del Estado para desacreditar sentencias judiciales, cuestionar la labor de la UCO o atacar públicamente a jueces que no se alinean con la línea oficial. Una especie de «república bananera con toga», donde la ley se adapta a las necesidades del poder.
Todo esto sucede con un Parlamento reducido al silencio, una oposición fragmentada y una opinión pública cada vez más domesticada.
Mientras tanto, Pedro Sánchez —el presidente que presume de feminismo, paz social y regeneración democrática— construye su poder sobre redes clientelares, estructuras paralelas y un ecosistema mediático que, más que ejercer de contrapoder, actúa como agencia de comunicación del Gobierno.
La cuestión ya no es si hay corrupción, sino si la hemos normalizado. Si hemos aceptado que quien gobierna imponga una legalidad a medida: indulgente consigo mismo e implacable con sus adversarios.
Porque mientras Ayuso es perseguida judicial y mediáticamente por actuaciones del ámbito privado de su entorno, Sánchez emplea todo el aparato del Estado para proteger a su núcleo familiar en la esfera pública, donde se toman decisiones que afectan a millones de ciudadanos y al destino de miles de millones de euros.
Esto no es política: es ocupación. La ocupación del Estado por una élite de poder que ha borrado los límites entre institución y partido, entre gobierno y clan. Una captura silenciosa de la democracia desde dentro.
Y si desde trincheras como la nuestra no se alza la voz, la erosión del Estado de derecho será irreversible.
Porque no se trata solo de Pedro Sánchez. Se trata del modelo que deja, de la costumbre que impone, y del precio que pagaremos todos si consentimos que el poder se reparta, se herede y se proteja entre amigos, parejas, hermanos y fiscales obedientes.
En este contexto, resistir no es una opción. Es un deber moral.
O eso… o acabaremos todos en el «cuarteto de Torrente en un Seat 600»: Sánchez, Ábalos, Santos Cerdán y Koldo.